Diciembre. Mes de vacaciones y de
fiestas en familia. Casi todo el mundo adora estas fiestas. Las familias se
juntan, los amigos se reúnen, las calles se llenan de gente feliz que carga
grandes bolsas y paquetes. El ambiente cambia, e incluso cambia el olor en el
aire: fragancias de dulces elaboraciones pasteleras invaden nuestro entorno.
Todo suena tan bien, tan apetecible y deseable…y sin embargo, yo no siento lo
mismo. Para mí diciembre es una tortura. Significa que a la vuelta de las
“vacaciones” están los exámenes, una fuente de estrés y ansiedad constante en
mi vida. No hay ni un solo día que no me pregunte ¿cuánto tiempo más voy a
tener que pasar por esto? Y claro, eso me lleva a plantearme a mí misma qué
hago estudiando la carrera que estoy estudiando. Nunca me ha gustado, ni me
gusta, ni me gustará. Fue un plan z. Yo quería estudiar otra cosa, pero no pudo
ser, y en lugar de dar un puñetazo en la mesa e imponer mis prioridades, decidí
ser la niña buena y sumisa que siempre fui. Ahora me veo atrapada en una
carrera que me roba años y, sobre todo, energía y casi ganas de vivir. A medida
que se acercan los exámenes las noches en vela crecen, no por estudiar, sino
porque no puedo dormir pensando en el fracaso y la decepción tan enorme que soy
para mi familia. Las noches se hacen interminables acurrucada bajo las mantas,
pugnando por no hacer ruido al llorar, ruido que pueda alertar a mis padres, no
vaya a ser que se den cuenta de que estoy pasándolo tan mal que no puedo evitar
llorar todas las noches hasta caer rendida de agotamiento para dormir unas
pocas horas y empezar un nuevo día de tortura. La rutina me devora, y las ganas
de que todo se acabe crecen. Lo intento, lucho, me caigo y me vuelvo a
levantar. Un día, otro, otro más. Pero nunca se acaba, nunca llega el final del
libro. No hay un “happy ending” en esta historia. Y dentro de esta vorágine me
he tenido que convertir en una experta de la mentira y la pretensión. He tenido
que aprender a esconder mis sentimientos y a aparentar prácticamente las 24 horas
del día. No puedo hablar con nadie de mis sentimientos, de mis inquietudes ni
de mis debilidades. No puedo defraudar más a nadie, ya he cometido demasiados
errores en mi vida, errores que no puedo repetir y que tengo que enmendar.
Tengo que ser la niña perfecta que mis padres conocieron, sin fallos ni
deslices. Tengo que cumplir la promesa que le hice a mi abuela en mi último
adiós, en ese momento en el que me quedé a solas con ella por última vez.
Siento que vivo una vida que no es la mía, pero que es lo que tengo que hacer.
Vivo la vida que alguien debía haber vivido, pero que se fue muy pronto. Lucho
a diario por intentar cumplir su sueño, pero cada día que pasa estoy más
perdida y más hundida en el fango. Intento salir y me hundo más. El problema es
que llevo haciendo esto tantos años que ya no sé cómo salir, no sé quién soy,
no sé qué quiero hacer y a diario dudo si merece la pena todo este esfuerzo.
Nadie me ha obligado a hacer lo que estoy haciendo, pero siento que es lo que
debo hacer, aunque me haga pedazos por dentro. Siento que no tengo derecho a
pegar un puñetazo en la mesa y expresar lo que pienso y siento, que no puedo
ser egoísta y desagradecida, porque sin las muchas oportunidades que se me han
dado no estaría en ninguna parte. Desde muy pequeña se me contó la verdad sobre
mis orígenes, y mi personalidad se forjó en torno a esa verdad. La gente dice
que siempre es mejor saber la verdad. Yo no estoy para nada segura. Hay ciertos
temas que son demasiado delicados como para ver las cosas claras. “¿Sería más
feliz si no lo supiera?” “¿Me habría enterado más adelante?” De haberme
enterado “¿me habría enfadado que no se me hubiese dicho la verdad desde el
principio?” Nunca lo sabré. Lo que sí sé es que me gustaría saberlo todo, no la
mayoría. Pero no puedo escarbar ahora, no puedo investigar. Sería una niñata
desagradecida y egoísta que sólo conseguiría hacer daño a su familia. Eso no me
lo puedo permitir. Las dudas se quedarán sin resolver hasta que yo me quede
sola. Los sentimientos y los miedos se quedarán atascados en mi pecho y en mi
alma hasta que pueda gritarlos al mundo, cuando ya no me quede nadie a quien
decepcionar. Siento que soy un fracaso y una decepción para mi familia y la
gente que me rodea. Intento hacer las cosas lo mejor posible para que se
sientan orgullosos de mí, pero no consigo hacer nada bien. Me afecta incluso
decepcionar a gente que no es tan cercana. Vivo para los demás y no para mí. No
sé cómo cambiar, no sé cómo pedir ayuda, ni cómo conseguir expresar lo que
siento. Hace tanto tiempo que vivo así que me he perdido en este maremágnum de
mentiras y ocultaciones. Ocultar mis sentimientos es lo único que sé hacer
bien, lo cual sólo hace que me sienta incluso peor. Llorar hasta quedarme
dormida, acurrucarme en la cama abrazada a un cojín, sentarme en el suelo bien
metida en una esquina de la habitación, abrazarme las rodillas contra el pecho
mientras me siento apoyada contra la pared…mi vida se reduce a eso. Hay días en
los que el frío me revitaliza, me llena los pulmones y hace que sienta un dolor
físico que consigue sacarme de mi atribulado mundo y me abre parcialmente los
ojos. Mi vida es una mierda. Apenas tengo a nadie, y la poca gente que queda a
mi alrededor se va marchando poco a poco, dejándome sola. No los culpo. ¿Quién
quiere estar con una persona como yo? Parece que estoy pagando todas las
atrocidades y maldades que cometí en otra vida. Supongo que lo merezco. Sé que
he tocado fondo, así que supongo que ahora sólo queda salir poco a poco.
Dolerá, será difícil, estaré sola y lucharé muchísimo más de lo que he luchado
en toda mi vida. No sé si seré capaz de hacerlo, quizás me fallen las fuerzas.
Intentaré cambiar y hacer que todos estén orgullosos de mí, pero no puedo
garantizar que la historia tenga un final feliz. El carrusel no deja de girar,
no puedes bajarte…¿o sí?