jueves, 23 de octubre de 2014

23 meses

Han pasado 23 meses. Parece mentira. Por un lado, aún me parece que fue ayer, sólo de pensarlo se me encoge el alma y el frío amenaza con adueñarse de mí otra vez. Sin embargo, también me parece que ha pasado muchísimo tiempo, casi como si hubiese pasado en otra vida, en otro lugar y a otra persona diferente. Mi vida no se parece en absoluto a la que tenía entonces. Me quejaba de tonterías y lo tenía todo, y, aunque nada de lo que pasó fue culpa mía, hay días que parece que me siento culpable y responsable de que todo acabase de forma tan brusca y tan radical. Ahora daría lo que fuese por volver a tener esa vida. Todo era infinitamente más fácil pero yo no lo veía. Que razón tiene el refranero español al decir que uno no echa de menos algo hasta que lo pierde. Pero, ¿realmente he perdido algo tan valioso? No sé, tal vez enfrascada en mi mundo de estrés, ajetreo, dolor e insatisfacción he perdido perspectiva. Quizás no haya perdido el mayor tesoro de mi vida, sino que he cambiado algo malo disfrazado de bueno por algo bueno disfrazado de malo.
Si lo pienso fríamente tiene sentido. Una relación venenosa con un ser despreciable no es un tesoro, ni siquiera es algo bueno. Es una de las peores cosas que te pueden pasar en este mundo. Tener que vivir siempre pendiente de complacer a la otra persona olvidándote por completo de tí misma, sentir siempre que no eres lo suficientemente buena como para merecer a tu otra mitad, no recibir ningún apoyo ni ningún respiro por parte de quien crees que es la persona con la que quieres compartir tu vida, sentirte mal a diario sin saber por qué; todo esto por una persona que crees que merece toda tu atención, todo tu cariño, todo tu respeto e incluso toda tu vida sin recibir nada a cambio (o incluso recibiendo puñaladas traperas) no es lo que yo llamaría una relación de pareja saludable. No es una simbiosis, es un parasitismo en el que el hospedador se acaba muriendo por dentro. Así es como me siento, muerta y vacía por dentro por culpa de un ser rastrero y despreciable, un ser que me ha robado los mejores años de mi vida, que se ha llevado parte de mi juventud y parte de mi alma, que ha hecho todo en base a sus intereses y sus necesidades sin contar con los sentimientos de los demás en ningún momento. Maldito cabrón mentiroso. No contento con destrozarme la vida, también decidió estropeársela a sus dos hijos, mis dos hijos, nuestros dos hijos. Como no era suficiente tuvo que malmeter y poner en mi contra a mi propia madre, puso de su lado a mi propio hermano y me arrancó el corazón y las entrañas de cuajo para demostrar algo que aún no alcanzo a comprender. ¿Cómo puede alguien ser tan exageradamente asqueroso y desagradable?
A pesar de las circunstancias, el corazón es caprichoso y quiere a quien quiere. No sé cómo todavía puedo sentir algo por este despojo humano. Mi mente grita que el corazón se equivoca, pero el corazón responde e incluso consigue apagar en parte ese grito que mi cerebro proclama. Seré estúpida. Siempre me he considerado una científica de lo más pragmática y sin embargo, en esta encarnizada lucha no gana la razón, sino que lo hacen los sentimientos. ¿Cómo es posible? ¿Es que acaso estoy perdiendo la cabeza? ¿Tanto me ha hecho cambiar esto? ¿De verdad esto ha pasado, tan radical ha sido el cambio? No es posible que en esta batalla haya perdido mi esencia, me resisto a creer que este asqueroso se ha llevado incluso lo que siempre me definió como persona. Tal vez rechazar los sentimientos, ocultar las emociones, envolver el mundo en protectoras capas de razón y pruebas no sea la opción más recomendable, pero en este momento daría lo que fuera por poder hacerlo. Todo sería mucho más fácil. Irónicamente, después de pasar dos tercios de mi vida ocultando mis sentimientos, he llegado al punto de no ser capaz de fingir una sonrisa, de no poder aguantarme las lágrimas como hacía antes. ¿Tanto he pasado que estoy empachada de tragarme mis propias emociones? En realidad he aprendido cuándo y con quién ocultar mis sentimientos y cuándo y con quién mostrarlos, aunque cada vez me cuesta más fingir estar bien en momentos en que no me puedo permitir bajar la guardia.
Cada día que pasa siento que estoy en una montaña rusa de sentimientos. El clima, el nivel de cansancio e incluso las personas a las que veo o no veo afectan a mi estado de ánimo a un nivel inusitadamente preocupante. Lo normal es que cada uno de nosotros decida, en mayor o menor medida, cómo se quiere sentir. Sin embargo, en los últimos meses yo no soy capaz de elegir. Sí que puedo tratar de mejorar mi estado de ánimo, pero no soy capaz de levantarme de la cama y ser feliz, sino que mi felicidad va a fluctuar a lo largo del día según lo que pase y a quién vea, una fluctuación tan exageradamente marcada como la temperatura máxima que se puede alcanzar en un desierto a mediodía frente a la mínima que se puede alcanzar por la noche. Vivir así es de lo más desagradable, nunca sabes si estás bien o no, si en unas horas estarás bien o no. Es una de las muchas secuelas que me han quedado por culpa de ese gilipollas.
¿Cuánto tiempo voy a necesitar para volver a ser yo? ¿Seré capaz de volver a confiar en un hombre otra vez? ¿Podré mirar a los ojos a la gente de nuevo? Son preguntas a las que a todos nos gustaría tener respuesta pero, desgraciadamente, son ese tipo de preguntas que dependen de cada persona. Incluso en ocasiones pueden llegar a ser preguntas retóricas. No paro de decirme que sólo es cuestión de tiempo, pero el tiempo pasa y mi paciencia alcanza su límite. No sé si en algún momento seré capaz de volver a dirigir mi vida por mí misma sin que los demás influyan en mis decisiones y en mi bienestar. Mientras tanto, ¿alguien sabe dónde puedo comprar un saco (cuanto más grande mejor) de paciencia?

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