Tengo la firme creencia de que en
la vida existen personas que nos hacen felices por la simple casualidad de
haberse cruzado en nuestro camino. Algunas recorren el camino a nuestro lado,
viendo muchas lunas pasar, secando nuestras lágrimas en los momentos difíciles
y riéndose a carcajadas en nuestros mejores momentos. Otras apenas las vemos
entre un paso y otro, se difuminan, desaparecen, o simplemente nunca llegan. Son
nuestros amigos, y hay muchas clases, casi tantas como hojas tiene un árbol. Tal
vez cada hoja de ese árbol caracteriza a cada uno de nuestros amigos. Los primeros
que nacen del brote son nuestros amigos papá y mamá, que nos muestran la vida,
en qué consiste y qué conlleva. Después vienen los amigos hermanos, con quienes
compartimos nuestro espacio para que puedan crecer y florecer como nosotros. Conocemos
así a toda la familia de hojas, a quienes respetamos, amamos y deseamos lo
mejor bajo cualquier circunstancia. Sin embargo, el destino nos presenta a otros
amigos, personas que no sabíamos que estaban destinadas a cruzarse con nosotros
y cambiarnos la vida para siempre. A muchos de ellos los denominamos amigos del
alma, amigos del corazón. Son sinceros, son verdaderos, son pesados, pero son
los que saben cuándo no estamos bien y hacen todo lo posible por sacarnos una
sonrisa y hacernos el trago más llevadero. Ellos mejor que nadie saben lo que
nos hace feliz. Y, a veces, uno de esos amigos del alma nos roba y estalla en
nuestro corazón, y entonces ese amigo se convierte en un amigo enamorado. Éste es
especial, da brillo a nuestros ojos, música a nuestros labios, saltos a nuestros
pies. Sin embargo, también hay amigos que lo son por un tiempo, tal vez unas
vacaciones, o unos días, o unas horas. Ellos son los que suelen colocar muchas
sonrisas en nuestro rostro, durante el tiempo que estamos cerca. Y hablando de
distancias, no podemos olvidar a los amigos distantes o lejanos, aquellos que
se encuentran en la punta de las ramas y que, cuando el viento sopla, siempre
aparecen entre una hoja y otra.
No obstante, el tiempo pasa, el
verano se va, el otoño hace su entrada y con él perdemos algunas de nuestras
hojas. Algunas nacen en otro verano, otras permanecen por muchas estaciones. Sin
embargo, lo que nos hace más felices es el hecho de que las que cayeron
continúan cerca, alimentando nuestra raíz con alegría y vitalidad. Son recuerdos
de momentos maravillosos de cuando se cruzaron en nuestro camino.
Te deseo, hoja de mi árbol, paz,
amor, salud, suerte y prosperidad, simplemente porque cada persona que pasa en
nuestra vida es única y siempre deja un poco de sí y se lleva un pedacito de
nosotros. Seguro que alguno se llevará mucho, pero ninguno se irá sin dejar
nada. Esta es la mayor responsabilidad de nuestra vida y la prueba evidente de
que dos almas no se encuentran por casualidad.
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