jueves, 19 de marzo de 2015

La vida...cómo cambia la vida

La vida, cómo cambia la vida en función de las experiencias y vivencias propias de una persona. El tiempo, nuestro entorno, nuestra familia...todo influye. No somos seres individuales, nos relacionamos unos con otros, y es esa relación la que va forjando nuestra personalidad, nuestra forma de ser. Recuerdo a una niña que, desde el principio, desde que tuvo uso de razón, supo la verdad de sus orígenes,  de su pasado. Esa niña forjó su personalidad en torno a esa verdad, dejó que su vida girase en torno a ésta. Nunca se sintió diferente, su familia se encargaba de ello; y, sin embargo, siempre necesitaba demostrar a los demás que no se habían equivocado al elegirla a ella entre otras niñas.  Sentía que estaba en deuda, y la única forma que conocía en ese momento de agradecer esa oportunidad era ser la mejor en todo. Sacaba muy buenas notas, estudiaba idiomas, practicaba deportes, participaba en competiciones y se enfadaba siempre que perdía,  estudiaba música y cantaba. Era una niña feliz y exitosa en todo lo que hacía. Lo que muchos no veían era que esa niña se mordía las uñas,  era tímida,  insegura, se refugiaba en el mundo de los adultos, estaba obsesionada con la perfección absoluta y quería ser el centro de atención en todo momento. Nadie sabía ver más allá.

Poco a poco, esa niña fue creciendo, y a medida que lo hacía se encerraba más en su mundo. Nunca hablaba de sus problemas,  ni de sus inquietudes, sus miedos o sus preocupaciones. Sentía que si lo hacía demostraba debilidad, lo que decepcionaría a esas personas a las que deseaba impresionar, esas personas que quería que se sintiesen orgullosas de ella. Esa niña aprendió a disimular, a tragarse las lágrimas en público, a llorar en silencio por las noches cuando todos dormían;  aprendió a fingir una sonrisa y a tragarse los problemas e incluso sus propios sentimientos.

Poco antes de que las alocadas hormonas adolescentes le hicieran perder el poco sentido común con el que regía su vida, esa niña perdió momentáneamente en control. Su mundo se derrumbó y esas personas a las que intentaba deslumbrar con su buen hacer en todo lo que emprendía vieron una tremenda grieta en su muro protector. Tuvo que dejar salir parte de la "amargura" que tenía escondida en el fondo de su alma, pero supo guardar la compostura y los secretos más oscuros se quedaron atascados en su pecho. Un cambio de aires le proporcionó una bocanada de aire fresco que le permitió volver a respirar. En ese momento, esa niña descubrió otra faceta en la que podía destacar: sabía escribir. Se había presentado a un concurso literario y había ganado el primer premio, había encontrado algo más en lo que ser el centro de atención. Fue feliz rodeada de libros, tonteando con la literatura, y ésta fue su primer amor; pero esa felicidad no duró mucho tiempo. La adolescencia hizo su entrada y las hormonas (esos pequeños mensajeros químicos de naturaleza casi diabólica por los efectos que causan) hicieron que perdiese el norte por completo. Muy poca gente lo veía, pero los ojos de aquella niña se habían apagado, igual que la luz interior que siempre la acompañaba. Esa niña ya no era una niña, era casi una mujer, una mujer que había aprendido a controlar sus impulsos, que había conseguido reprimir sus emociones y ocultar en todo momento sus sentimientos. Era una joven mujer triste, asustada, encerrada en su burbuja en todo momento. Esa joven mujer había perdido su esencia al intentar demostrar ser lo que nadie puede ser: una mujer perfecta.

Cuando más sumida en la tristeza estaba, recibió un cruel golpe de la vida, quien con una perversa carcajada del destino se llevó a la única persona con la que podía ser sincera. No supo cómo enfrentarse a ello y quiso quitarse la vida. El destino, cruel pero también justo, jugó a su favor y le salvó la vida. Esa joven mujer había dejado marcada una tremenda cicatriz en su alma, cicatriz que la acompañaría toda su vida.

Poco a poco, las cosas fueron volviendo a su sitio, pero esa joven mujer seguía siendo insegura y tímida, aunque había aprendido que la perfección no existía. Su timidez e inseguridad se confundían a menudo con soberbia. Casi toda la gente la veía como a una pija estirada que se creía superior al resto del mundo. Muy pocas personas se tomaron la molestia de escarbar y de quitar poco a poco piedras del muro que protegía su corazón.  Esas personas se convertirían en su familia, esa familia que cada uno elige de forma voluntaria: los amigos.

Aunque esa mujer había aprendido que la perfección no existía,  seguía intentando complacer a todos los que la rodeaban, haciendo promesas que secretamente se juró cumplir, aunque las personas a las que se lo había prometido ya no estuvieran con ella. En un momento dado abrió su corazón a una persona que le dijo que no debía obsesionarse intentando no decepcionar a la gente que ya no está con nosotros. ¿No lo entendía?  Sí que están con nosotros, siempre lo harán; aunque en cierto modo sabía que su confidente tenía razón. Esa joven mujer fue derribando barreras y cumpliendo promesas. Le costó muchas lágrimas,  pero sabía que estaba haciendo lo correcto.

Esa niña,  esa joven mujer soy yo. La vida me ha hecho dar muchas vueltas, y aunque me gustaría poder decir que he cambiado, lo cierto es que en el fondo de mi alma sé que sigo siendo esa niña pequeña asustada que busca complacer a los que me rodean. Y, aunque en esencia soy la misma, he aprendido que la perfección no existe y que vivir intentando complacer a todo el mundo es una pérdida de tiempo. Lo único que puedo hacer es seguir los dictados de mi corazón y tratar de complacer mi propia conciencia. Vivir no debe ser un esfuerzo, es un milagro, y no pienso desperdiciar ni un solo minuto preocupándome por cosas que escapan a mi control.

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